La mirada de Dios ante el consumo adictivo(2)
Cuando
el Pastor de la iglesia me recibió en la chacra donde yo había pedido socorro
por no saber cómo seguir con mi vida, me dijo algo así: “…primero encuéntrate contigo mismo, después, si decides o no seguir a
Cristo, será tu decisión”.
Precisamente
son las decisiones las que nos definen. Tomar la decisión de encontrarme
conmigo mismo, era algo que no sabía cómo hacer; precisamente desde esa duda,
comenzaría mi búsqueda por recuperar un camino que entonces desconocía. Tampoco
sabía que la duda sería lo que iba a sacudir y a mantener siempre viva a la fe.
De
acuerdo a lo que venimos reflexionando, la adicción se conoce como una
enfermedad involuntaria, aunque antes de reconocerse como tal, podamos o no
coincidir que comienza con conductas dirigidas hacia el placer; el nexo entre
ese primer impulso y la incontrolable enfermedad que se instala en el adicto,
es lo que definimos como “problemática de consumo”, que se va acomodando dentro
de un proceso ascendente y progresivo.
En
tales circunstancias, se hace difícil o casi imposible, que un adicto pueda tomar sanas decisiones
con la voluntad de querer cambiar su situación problemática; debe experimentar
primero una serie de pérdidas significativas o totales que le impulsen a querer
parar con el consumo.
Es
por eso que podemos decir que la recuperación de la adicción depende de una
decisión personal, que irá acompañada con cambios desde el entorno y desde el
propio pensamiento, algo que requiere tiempo ilimitado. Se trata de poder
detectar las conductas adictivas que forman parte de la enfermedad y
sustituirlas por otras más saludables.
Si
nos detuviéramos un momento e hiciéramos un análisis profundo desde una
introspección real, podríamos ver que reconocer conductas adictivas en nuestro
diario vivir es cosa de todos los días. Desde un pensamiento obsesivo ante la
urgencia y la inmediatez desmedida, pasando por la desconsideración y la falta
de empatía ante aquellas situaciones que nos pueden sacar de la comodidad,
hasta llegar a una conducta compulsiva detonada por la intolerancia que nos
provoca cualquier tipo de frustración. Somos todos los seres humanos que
pertenecemos y dependemos de sistemas de consumo, propensos a la enfermedad de
la adicción.
Pero
mientras no nos reconocemos y solo consumimos naturalmente, aún sin
experimentar pérdidas sociales que nos excluyan y que nos marginen,
participamos del desprecio, enjuiciamos y si podemos sentenciamos al adicto que
nos estorba. Somos la única manada que abandona a los pares imperfectos porque
son una molestia, pero nos seguimos definiendo como civilizados y racionales.
Si
practicáramos la misericordia descubriríamos que la empatía nos favorece. Poder
entender el porqué de esta enfermedad que hoy nos devora como sociedad, nos
devuelve la posibilidad de acercarnos a la idea de Dios como sus hijos
verdaderos; poder tomar esa decisión de pertenecer al mismo espacio espiritual
donde todos deberíamos encontrarnos primero, con nosotros mismos, como dijo el
Pastor.
“Y si logro sobrevivir, espero
que me trates con la misericordia del Señor. Así no moriré” 1Samuel:20
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