(Relato breve, tomado del opúsculo "La Chacra Jabes - ...donde habita el tiempo bueno...")
La historia de Enrique tiene
mucho para contar, ya sea desde el antes como después, de su pasaje por la
chacra. La primavera comenzaba a mostrarse ya y la tierra lo sabía. En la
quinta, los primeros brotes de la siembra se confundían entre los yuyos,
señalando que había llegado el momento de limpiar los canteros.
Enrique y la tierra, hacía muy
poco tiempo que se conocían; las manos de él delataban el poco contacto con
ella.
Una de aquellas mañanas de lluvia
y de sol, luego de haberse encargado de darle de comer a chanchos y gallinas,
se le asignó una nueva tarea que aún no había aprendido: limpiar los canteros
de las zanahorias. Para ello, recibió algunas sugerencias y una muy escueta
pero clara capacitación; todo se resumía en separar los pequeños brotes de la
hoja de la zanahoria, de los otros yuyos, algo que podía entenderse como muy
sencillo.
Entre los yuyos más comunes que
se puede encontrar en la tierra, está lo que se conoce como verdolaga, que es
una especie de tallo casi rastrero, queriendo prenderse al piso, de hojas
gruesas circulares muy fáciles de arrancar. Luego aparecen otros, muy parecidos
a una planta de hojas con espinas, que a Enrique no le gustaban mucho por
aquello de sus manos inapropiadas para los trabajos de granja, y que a su vez
quedaban vulnerables a cualquier roce o pinchazo por más leve que este fuera.
Podríamos enumerar otros tantos
modelos de yuyos de los que hay que deshacerse a la hora de limpiar la tierra,
pero no es necesario; solo nos detendremos en uno más al que se le llama “falsa
zanahoria”, que es casi similar a la hoja de esta hortaliza y al que hay que
estar muy fino al momento de identificarlo.
Entonces, el trabajo consistía en
colocar un cajón como asiento, al costado del cantero; desde allí cómodamente
sentado, ir arrancando con la mano luego de remover con el escardillo, todo lo
que no era hoja de zanahoria. A medida que se avanzaba, Enrique y su cajón lo
hacían también, hasta llegar a la punta del cuadro y volver por el otro costado
del surco. Una tarea que, para un desconocedor de esas artes, le iba a llevar
algunas horas poder dejar los canteros de tal forma, que “solo se viera la hoja de la zanahoria cuando uno mirara”, como le
habían ordenado.
Y en eso andaba desarrollando la obediencia
y la paciencia a la vez; primero observaba y detectaba lo que le hacía mal a la
tierra, lo arrancaba de raíz y lo iba dejando a un costado mientras avanzaba, quedando
en el surco solo lo que servía para la vida y para el mejor crecimiento de la
zanahoria.
Contaba Enrique, que fue en ese mismo momento
que se dio cuenta que debía hacer lo mismo con el surco de su vida, en ese
entonces muy atestado de verdolagas y de espinas, con muchas raíces que hasta
hoy día le ha costado arrancar.
Fue esa vez cuando comenzó a
creer, que solo debía concentrarse en la limpieza diaria de esa nueva tierra
removida y que el sol de la mañana y la lluvia buena para el crecimiento, provenían
de Aquél que le había regalado, también a él, la gracia para volver a ser una
nueva semilla.
Queda mucho por limpiar, remover y
crecer todavía, dice Enrique, que ya no utiliza aquel cajón para avanzar,
porque ahora se siente menos cansado y puede
andar de pie.
“Por eso nosotros (…) dejemos a
un lado todo lo que nos estorba y el pecado que nos enreda, y corramos con
fortaleza la carrera que tenemos por delante. Fijemos nuestra mirada en Jesús,
pues de él procede nuestra fe y él es quien la perfecciona…” (Hebreos
12; 1-2)
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