La Palabra -con mayúscula, porque viene de lo alto- nos orienta continuamente hacia la fe; y por si esto fuera poco, a una fe sana y sencilla.
Por
otros tiempos de nuestro diario vivir, nos habíamos acostumbrado a ‘tenernos
fe’, comulgando con la confianza hacia uno mismo, con el ‘yo puedo solo’, etc.
Pero he aquí que el Señor nos ha aleccionado al respecto, confrontando ese
pensamiento individualista que solo ha conseguido ‘ombliguearnos’, llevándonos
directamente hacia frustraciones inminentes, cada tanto.
Este
razonamiento, no intenta boicotear ninguna capacidad o talento que tengamos,
simplemente apela a saber cuándo detenerse y revisarse de vez en cuando, como un
acto de humildad que, desde la autosuficiencia necesaria, reconoce además las
limitaciones.
Muchas
veces, el éxito como quimera, nos empodera colocando nuestro nombre en las
mejores portadas y marquesinas, brindándonos otras posibilidades que de alguna
forma nos van llevando por caminos de exigencia, propios de una excelencia efímera;
en saltos cuantitativos que a menudo nos animan a ‘vender el alma’, ante la
necesidad de pertenecer y de permanecer.
Entonces,
esa fe que nace desde el ombligo, se convierte en una fe ciega, que únicamente obedece
al triunfo de apetitos personales; que no reconoce ni acepta debilidades, ni concuerda
con la resiliencia, y mucho menos contempla al otro, desconociendo la empatía.
Por
eso con Dios es distinto, porque sus promesas continúan ligadas a nuestra fe;
contamos con su misericordia, con su gracia y con su amor, y si lo creemos no
necesitamos más que eso.
La
Palabra, desde el principio, nos habla de Abel, de Henoc, de Noé, de Abraham,
de Sara, de Moisés, entre otros y otras. Mediante sus historias, cargadas de
pruebas y de confrontaciones, podemos aprender
a desarrollar la fe y a tener un vínculo estrecho con el Señor; porque ha sido
la fe el motor que ha hecho el andar de todos ellos y ellas.
Han
sido pues, aprobadas y aprobados por Dios, solo porque han estado a la altura
de una fe incondicional; “…la certeza y
la convicción por aquello que no se ve.”
Todos
y todas, tuvieron que decidir y replantearse el rumbo, en medio de algún conflicto
o adversidad; sufriendo cambios
imprevistos y teniendo que lidiar en consecuencia, con inevitables incomodidades. Todas y todos, creyeron y
supieron esperar, y solo así pudieron sentir viva su fe para seguir andando.
Por
lo tanto, encontramos que no ha sido una fe genuina ni verdadera, la que en
otrora dijimos sostener durante tanto tiempo, creyendo en que esta se fortalecía con
nuestro propio esfuerzo.
Creer,
obedecer, ser pacientes, amar, forma parte de lo necesario para que actúe la fe
que nos emparenta con el Señor y que nos reconoce como sus hijos. Creerlo o no,
es una cuestión de fe.
“No
es posible agradar a Dios sin fe, uno tiene que creer que existe y que
recompensa a los que lo buscan”, Hebreos 11; 6
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