A modo de adelanto, me atrevo a compartir parte de un nuevo trabajo que ha de circular en formato web con espacio y nombre propio.
Cartas Abiertas, se hace llamar y transitará muy pronto por los carriles del relato breve, en sagas compuestas de distintos episodios, desde lo ficticio, absurdo e imaginario, o bien desde lo testimonial como lo es puntualmente el siguiente relato.
Que lo que les signifique desde el sentir o el pensar, lo puedan devolver en una crítica sincera y constructiva, sería recibido de buen agrado y con inmensa gratitud.
“Enriqueces” -
Si tomáramos la
vida de Enrique en agosto de 2015 y la pusiéramos dentro de un embudo,
encontraríamos sus últimos alientos en caída hacia quien sabe dónde.
A tiempo, casi sin
rumbo, aparece la única e inesperada chance; una puerta que estaba abierta,
entre tantas bien cerradas, muy a pesar de él y que por lo tanto, a Enrique no
le interesaba atravesar.
Por ese embudo virtual
de ‘agosto 2015’, se habían ido ya los últimos vestigios de confianza, su
entusiasmo por los sueños, atrapados y abandonados en sendos castillos
atestados de mentiras; afectos perjudicados por sus deudas eternas y un montón
de ronroneos de tres gatos dejados en un refugio de animales, que aún le
estremece el corazón cuando recuerda.
Enrique manejaba
muy bien la fantasía a la hora de proyectarse. Planificaba y construía futuros
cual avezado ingeniero; tanto los potenciaba como los modificaba, como los
hacía desparecer, pero siempre había algo que funcionaba como la zanahoria que
embelesa al conejo, para ir en busca de su próximo quimérico objetivo, que al
final no concluía o simplemente se desvanecía.
Pero esta vez se
había quedado sin argumentos, sin proyección, sin magia; al punto que ni
siquiera sabía qué iba a hacer o dónde iba a estar al otro día. No tenía
dinero, ni casa donde vivir; había quedado solo y sin letra, como el solista
que olvida la tonada antes de iniciar el canto; solo, ante el abismo donde se
perdían sus eternos desencantos.
Y desde aquella
puerta que no quería atravesar, se escuchaba cada vez más fuerte la voz de su
hija, diciendo: “¡dale, papá! Andate para
la chacra… llamá a Pablo y decile”. A lo que Enrique respondía
negativamente, le daba vergüenza pedir para vivir a personas que no conocía.
Tal vez era lógico, no estaba acostumbrado a pedir gratuitamente y no entendía
de la misericordia, ni sabía del amor al prójimo; tal vez el miedo a otra
frustración o a otra pérdida lo paralizaba.
¡Mirá si me van a dar un lugar para vivir, si no me conocen…! – terminaba
diciéndole a su hija.
Lo cierto era, que
no tenía más remedio que sortear su vergüenza y pedir asilo en la chacra. Le
quedaban muy pocos días para dejar la casa que no había podido sostener y tener
que irse. La posibilidad de mudarse al entonces Centro Cristiano, era el único
haz de luz que lograba distinguir hacia adelante.
Solo Enrique sabe,
cuanta resistencia tuvo que atravesar para hacer finalmente esa llamada
telefónica.
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