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Julián




Cuando Julián volvió a pedir ayuda para internarse otra vez  en la chacra, lo estaba haciendo por tercera vez desde su primer intento de rehabilitación. Había sido siempre igual hasta entonces; consumo desmedido y problemático, internación, recuperación de unos meses y otra vez a la calle con su ilusión de que ya podía solo. Lo distinto esta vez, es que había tenido un pasaje por la cárcel de cuatro años y medio, donde ya había perdido el vínculo con su esposa e hija, además de no tener una buena relación con su padre y hermanas, en carrera de distintos consumos, todos ellos.
Lo cierto es que esta vez “iba a ser distinto”, según decía él. Siempre es distinto y conveniente, desde el pensamiento mágico de un adicto; como por ejemplo, seguir creyendo -a los pocos días donde se comienza a ver la recuperación- que aún puede controlar el tiempo de la misma. Un autoengaño característico en la adicción, que si no se interviene de forma integral, es seguro que se vuelva a repetir la misma historia.
Julián estaba en pleno idilio con su fe, una fe que se diluía en poco tiempo cada vez que decidía abandonar el tratamiento. Por eso no era de extrañar verlo en la quinta, azada en mano y entonando alabanzas, al mismo tiempo que predicaba la verdad que ya había conocido, a los que llegaban después de él.
Aquellos que ya conocían los procesos de Julián, escuchaban sus reflexiones y sus planes futuros, todos estos redundaban en recuperar lo perdido, desde lo material a lo emocional, una preocupación que lo estancaba desde la ansiedad y que no le permitía concentrarse en su propia recuperación. Por eso esperaban que de un momento a otro, apareciera su verdadero sentir sometido a la enfermedad, que ya empezaba a ‘comerle la cabeza’ con argumentos negativos hacia el tratamiento. No nos olvidemos que la adicción es una enfermedad de la mente.
“Aquí me tienen al duro jefe” se le escuchaba quejarse por las tareas que debía realizar, y esto decía enojado, delante de aquellos a los que el día anterior les había dicho convencido que “habían llegado al mejor lugar”. Su ambigüedad reflexiva se manifestaba en cada palabra y en cada gesto y el desinterés por el tratamiento era cada vez mayor. Luego, venía la intervención terapéutica desde los referentes del lugar, donde se volvía  a ubicar en su desdichada realidad, que decía que todavía no debería ni siquiera ir solo al almacén, hasta quién sabe cuánto tiempo.
Por eso, no era de sorprenderse el verlo realizar esforzados ejercicios físicos al finalizar las jornadas, muchas veces agotadoras, en la chacra; conducta concebida en el encierro, para ocupar el tiempo y mantenerse en forma al momento de su salida del lugar. “Ya le llevo hecho cuatro meses…” decía, mientras ejercitaba su brazo con una mancuerna casera hecha por él mismo.
Este ciclo -que iba desde su efímero aterrizaje emocional donde renovaba la fe, pasando por la euforia de querer reencontrarse con todas sus pérdidas, hasta derrumbarse al punto de la necedad, producto del sometimiento que ejercía en él la adicción- se repetía con más frecuencia e intensidad cada vez.
Una mañana de diciembre, luego de un temporal que afectó considerablemente algunas instalaciones y otras áreas del lugar, en medio de ese caos decidió irse, argumentando que necesitaba brindarle ayuda a su padre en el mantenimiento de la casa. Tomó sus pertenencias y se fue casi sin saludar; lo llevaron hasta la puerta de su casa y hasta después de algún tiempo no se supo de él.
Contaba Julián, luego de un buen tiempo cuando se reencontró con algunas personas que lo acompañaron en su proceso, que no demoró mucho en volver a consumir; su casa, a la que se iba porque según él, “se estaba cayendo a pedazos y su padre no encaraba nada”, continuó mucho tiempo de la misma forma que cuando volvió. Su padre, el que una vez lo había echado porque no lo aguantaba más, lo invitó nuevamente a que se fuera.
Fue de casa en casa, entre la de su padre y la de sus hermanas; de consumo en consumo, perdiendo oportunidades de trabajo hasta casi volver a caer preso. Volvió a internarse en un hogar evangélico y con algunos altibajos, logró empezar otra vez a mantenerse limpio.
Hace poco tiempo, recibimos su visita junto a su pareja actual y su hijo nacido hace unos meses, con quienes ahora vive. Tiene un buen semblante y se sustenta con ventas informales en algunos puntos de la ciudad.
Mantenerse firme en la abstinencia es lo primero (o lo segundo) que una persona con problemática de consumo debe hacer, porque no se puede empezar a cambiar de otra forma. Alguien podrá decir que no es fácil y en realidad no lo es; se requiere de una conciencia real y de una voluntad de fierro, pero más se necesita de la ayuda espiritual que viene de las personas que saben que se puede, siempre que aceptemos que solos no podemos.
 ¡Cuántos Julianes habrá que rescatar!
¡Cuánto Evangelio tiene la recuperación!
¡Cuánto de Cristo anda necesitando esta sociedad perdida y sin rumbo cierto!
Cada persona que acepta la ayuda para lograr un cambio en su vida, enciende un pequeño destello de esperanza que le permite ver cuál es el camino.
Es morir y renacer, renunciar a los pensamientos que nos hicieron tocar fondo e ir en busca de esa nueva esencia que nos ofrece vida en abundancia, como lo dijo Él.
Solo hay que escuchar y animarse a reaprender.

“Cuida tu mente más que a nada en el mundo, porque ella es fuente de vida”
(Proverbios 4,23)






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